martes, 27 de noviembre de 2012

El control de la bestia

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Riesgo de extinción Roger Cortez

- 26/11/2012

La fuerza del Estado ha inspirado muchas metáforas, una de las más gráficas es la del pensador inglés que en el siglo XVII le dio nombre de monstruo bíblico, medio camino entre serpiente marina y kraken: el Leviatán.

¡Pensar que esa potencia –o la que aquí existe- no ha cesado de descargarse en los últimos meses sobre las espaldas de los pueblos del TIPNIS!

Pero si son monstruosas las enormes y laberínticas construcciones que sustentan al Estado, la verdadera bestia es la inagotable angurria que tiende a hacer presa de quienes pueden matar por conducir sus riendas.

El control social establecido en nuestra Constitución expresa el anhelo ciudadano de contener a la codicia de poder, dinero, privilegios y bienes de toda naturaleza que ataca, casi por definición, a los que manejan al Estado.

Circula un proyecto de ley de participación y control social que, mucho me temo, puede quedar bastante lejos de crear un instrumento eficaz para domar los excedidos apetitos de a quienes se ha confiado tomar decisiones por nosotros y los abusos a los que incitan.

Amenazan al proyecto tres principales fuentes de error, resistentes a cuan buenas puedan ser las intenciones o lo extendidas que pudieran haber sido las consultas para redactarlo.

La primera es dar igual tratamiento a la participación que al control. La participación consiste esencialmente en la consulta, deliberación y acuerdos, entre Estado y sociedad, para definir políticas públicas.

En esa materia las organizaciones sociales deben cumplir un papel indispensable y pueden ir incluso más allá del que han desempeñado hasta ahora, como podría ser crear un espacio en el que dialoguen y busquen soluciones creativas, cuando se trate de problemas que afectan la seguridad, la paz y soberanía colectivas, como el tráfico de drogas, por dar un ejemplo.

La segunda fuente de equivocaciones es como se define el objeto del control social. Si resulta excesivamente amplio, terminará por ser demasiado laxo y se prestará a todo tipo de juegos, en que son especialistas los que dirigen corporaciones.

Un control social de tales características se sobrepondrá insosteniblemente con los sistemas de fiscalización estatal y gubernamental. La mejor manera de prevenir tan venenosa duplicación es concentrar el control sobre los fiscalizadores, en quienes se ha delegado el escrutinio del funcionamiento de todas las instituciones.

En buena medida eso que se llama corrupción es resultado de la inacción, ineficacia y omisión (cuando no llana complicidad) de los fiscalizadores.

Si la vigilancia social se concentra sobre la Aduana, Impuestos, Autoridades sectoriales, Contraloría, en fin, sobre todo el aparataje estatal de control, si puede exigir rendición de cuentas y si tiene herramientas para actuar rápida y oportunamente cabe esperar novedades y resultados.

Para eso el control social debe ser ejercido de manera directa por ciudadanos elegidos por sorteo, igual que los jurados electorales o los jueces ciudadanos, para cumplir su misión en audiencias anuales que durarán días o semanas (sin más paga que el remplazo de los ingresos comprobados que reciben por su trabajo habitual).

Una nueva y esencial función del control social tiene que ser la potestad de penalizar a las organizaciones políticas (no sólo partidos, sino todas las que deciden la elección y nombramiento de autoridades) cuando uno de sus miembros elegidos o designados es legalmente condenado por causar daño económico al Estado o haber abusado del poder, puesto que la función de control que se atribuye al voto es claramente insuficiente para recomponer y elevar la calidad del sistema de representación.

Roger Cortez Hurtado

es investigador y docente.

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