http://www.paginasiete.bo/2012-08-31/Opinion/Destacados/15Opi00131-08-12-P720120831VIE.aspx
- 30/08/2012
Acaba de presentarse
Descentralización y democratización en Bolivia, de Moira Zuazo, Gustavo Bonifaz y Jean Paul Faguet.
Leo en él -quizá porque mi ojo periodístico, en busca de ideas simples y
rotundas, se salta las cláusulas condicionales que usan los académicos-
que la municipalización iniciada por la Ley de Participación Popular de
1994 condujo a los partidos dominantes de los 80 y 90 al colapso que
sufrieron en 2003-2005.
Zuazo explica este proceso: los partidos tradicionales no pudieron
ruralizarse en la medida en que lo requirió la creación de casi 300
nuevos gobiernos afincados en el campo, y esto los llevó a perder una
parte del poder político, una parte de su antigua capacidad de
movilización de las masas y una porción del presupuesto fiscal. La
ocupación del 60% de los cargos locales por autoridades que se
autodefinieron como “indígenas” probó que una nueva posibilidad de
movilidad social y realización política se había abierto. Los sectores
plebeyos aumentaron su autoestima, sus expectativas, su concepción de
“lo posible” y su acceso a los recursos que necesitaban para organizar
una política propia.
Simultáneamente se formaron dos partidos de origen rural: el MIP de
Felipe Quispe y el MAS de Evo Morales, que en las elecciones de 2002
ganaron el 22% de los escaños de la Cámara de Diputados, proporcionando
la base política de la posterior urbanización del MAS y la llegada de
Evo Morales a la Presidencia en 2005.
Estamos ante otro ejemplo de una decisión política que se vuelca en
contra del liderazgo que la tomó. La pregunta que se debatió en la
presentación del libro en la sede de la Fundación Ebert, responsable de
su publicación, fue: ¿por qué lo hacen? ¿Por qué el presidente Sánchez
de Lozada aprobó una ley que, a través de una complicadísima secuencia
de eventos, terminaría en la formación de fuerzas letales para él, su
partido y el tipo de sociedad que se proponía construir?
Sánchez de Lozada, como él mismo diría después, no tuvo en cuenta la
advertencia de Maquiavelo, para quien “nada es más difícil, de éxito más
dudoso, ni más peligroso” que promover nuevas instituciones. Si hubiera
sido maquiavélico, es decir, escéptico y conservador' pero era todo lo
contrario, un peligroso optimista que creía posible rediseñar la
sociedad partiendo de cero y por medio del' derecho. Sobre su
escritorio, la ley de participación iba a convertir una sociedad
tradicional y corporativa en una asociación contractual entre
individuos. Pero el tiro salió por la culata (¡claro!, porque en el
mundo social las armas siempre funcionan así).
De esta experiencia podemos sacar tres conclusiones distintas. Una
completamente conservadora: para evitar las consecuencias indeseadas de
las reformas, tenemos que, maquiavélicamente, evitar hacerlas. Lo que
nos lleva a preguntarnos qué hubiera pasado en el país sin Ley de
Participación Popular. En el mismo acto del que hablo, Fernando García
lanzó una hipótesis inquietante: probablemente la rebelión plebeya de
2003-2005 hubiera sido más violenta y radical, con lo que la élite
neoliberal también hubiera caído, pero peor. Mi explicación: aunque la
municipalización, sin desearlo, acabara con los partidos existentes, es
decir, como hace toda modernización, destruyera instituciones (y las
instituciones son imprescindibles), al mismo tiempo creó, también sin
preverlo, un “marco institucional” que canalizó el estallido del
malestar social causado por la crisis económica, el racismo de siempre y
las otras reformas gonistas (capitalización, etc.)
La segunda conclusión es completamente arrogante, lo que quizá explique
que esté de moda. Dice que las reformas no tienen consecuencias
indeseadas cuando las realizan los liderazgos “correctos”. Los cambios
neoliberales terminaron de forma desastrosa porque iban a contrapelo de
la historia; en cambio, las reformas estatistas darán plenamente en el
blanco. (Y el fantasma de Maquiavelo, sentado sobre una cornisa, ríe).
La tercera conclusión puede expresarse con una frase que pronunció en el
susodicho acto la ministra Claudia Peña: “Hay algo bueno en lo malo y
algo malo en lo bueno”. Mi explicación: No podemos ser indiferentes ante
lo que está mal, tenemos que oponerle el bien, o nuestra idea de él,
pero no podemos dejar de pensar en el mal que seguramente éste también
contendrá. Dicho de otra forma: puesto que no es posible saber en qué
terminarán finalmente las reformas, sólo deberíamos promover reformas
limitadas, que podamos controlar. Deberíamos partir de la realidad, no
de la razón. Deberíamos guiarnos por el lema de “no aumentar el daño”,
antes que por el de “comenzar todo de nuevo”. Deberíamos ser concretos
antes que especulativos; prudentes mejor que alocados; en una palabra:
maduros.
La necesidad que el país tiene de cambiar es indudable, pero el ser más
conservador sería un gran cambio para él. Por otra parte, la
modernización vendrá de todas maneras'
Nuestra tarea, entonces, es construir la nueva casa en torno al árbol,
en lugar de tratar de derribarlo, con el elevado riesgo de que caiga
sobre nosotros.
Fernando Molinaes periodista y escritor.