viernes, 30 de noviembre de 2012

Cambiar el Estado no es cambiar la sociedad

http://www.paginasiete.bo/2012-11-30/Opinion/Destacados/15Opi00130-11-12-P720121130VIE.aspx

- 29/11/2012

Países como Bolivia viven dentro de un círculo vicioso. No pueden salir de la cárcel de la política, que así se convierte en la gran tragedia de sus historias. Si, por una vez, confían su desarrollo al trabajo dinamizador y vanguardista de las empresas privadas, éstas, como pudimos comprobar en los años 90, se las arreglan para perforar las reglas y llevarse la parte del león de negocios que, en cambio, benefician poco al público. Aunque las reglas sean buenas o casi buenas, como lo fueron en Bolivia, el problema está en otra parte: reside en la debilidad de la propia sociedad para cumplirlas y hacerlas valer.

En respuesta se impone, entonces, una vez más, la política. Como aparente solución a los desaguisados decidimos entregar la responsabilidad de sacar adelante al país al Estado. Al mismo Estado de siempre. O, mejor, a un “nuevo” Estado, ya que se le han cambiado los ornamentos, pero que emerge del mismo país, la misma economía, la misma gente que es educada de igual manera. Es decir, con los mismos hábitos, vicios y limitaciones. Pero no podemos verlo: los trabajos de reestructuración del Estado absorben todas nuestras energías.

Demoler y reconstruir los pabellones, las torres, los tejados del Estado resulta mucho más fácil que cambiar la sociedad' Cambiar la sociedad es una cosa a la que, pese a sus encendidas proclamas, no se atreven ni los revolucionarios; o en realidad, a la que éstos se atreven menos que nadie. Lo suyo es el poder y sus derivaciones; todo lo demás lo menosprecian y, enseguida, lo descartan como “subjetividades”.

Y así es como el país está encerrado dentro del círculo encantado (y profundamente vicioso) de lo que designa la expresión gramsciana: “sociedad política” (por oposición a “sociedad civil”). Los bolivianos no podemos ni queremos atravesar esta frontera. Si saldríamos de allí probablemente tendríamos que ver la realidad de frente, desnuda, en toda su miseria, y eso simplemente nos aterra. Encerrarnos en los límites de la “sociedad política” es nuestra forma particular de evasión de la realidad que nos ha tocado vivir.

En los últimos años los bolivianos hemos visto que, pese a lo que creíamos muchos, traspasar el control de la industria petrolera a manos del Estado fue una tarea (relativamente) fácil. Pero cuán difícil, en cambio, es lograr que algunos combustibles que no produce el país se sigan demandando, y por tanto se necesite racionarlos; qué difícil impedir que algunos pillos acepten pagos al Estado con cheques sin fondos' Cambiar el Estado no es cambiar la sociedad.

Fue (relativamente) fácil nacionalizar las grandes empresas, controlar la justicia y encarcelar o expulsar del país a decenas de opositores, dominar el ejército (y hacerle gritar “patria o muerte”) y, por supuesto, sustituir la Constitución y redactar cientos de nuevas leyes y decretos, el gran objetivo de todas nuestras revoluciones, que así son revoluciones constitucionalistas, tan ruidosas como inofensivas (es decir, inocuas en aquello que cuenta, que es cambiar de veras a la sociedad).

Sustituir la Constitución, sí; expulsar a las viejas élites políticas, claro; pero qué difícil hacer que los funcionarios trabajen y no extorsionen, los militantes luchen y los intelectuales sueñen por pundonor y principios, y no por “pegas”, rentas o consultorías. Qué difícil conseguir que los dirigentes sindicales mantengan su palabra, aunque no se les dé nada a cambio. Qué difícil que los empresarios sean transparentes con el fisco, con sus socios y sus empleados. Qué difícil armonizar de veras, no en las palabras, las necesidades de la economía y las del medio ambiente.

Porque cambiar el Estado no es cambiar la sociedad'

¿Será que el Estado es sólo el camino, mientras que la transformación de la sociedad será la meta a la que éste se dirige? Pues bien, quién sabe; en todo caso no lo parece, si debemos juzgar por el entusiasmo con que los dirigentes del estatismo exaltan este supuesto medio como su único fin. Es decir, si observamos cuán atrapados se hallan, ellos primero que nadie, dentro del círculo hechizado de la “sociedad política”.



Fernando Molina

es periodista y escritor.

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