jueves, 16 de mayo de 2013

De la máquina y el inventor


- 15/05/2013

Si movilizaciones, bloqueos, petardos, gases y acusaciones mutuas de estos días marcan el tono de la campaña electoral, cualquiera que sea el resultado de los votos en el aún lejano 2014, será desastroso para el país. Por el desgaste que implica una campaña anticipada con exageración. Pero sobre todo porque en la creencia de que todo vale y todo se puede para llevar agua al molino propio, se está degradando a extremos peligrosos la ya precaria estructura institucional del país.

La señal más evidente del peligroso y creciente proceso de descomposición social lo pusieron las idas y venidas aparentemente incomprensibles que postergaron durante largo tiempo el diálogo entre partes ideológicamente afines, atrincheradas en posiciones enfrentadas. Gobierno y sindicatos intercambiaron acusaciones de todo tono. Y actuaron en consecuencia. Como cuando los movimientos sociales tenían que ponerle el pecho a las balas para ejercer sus derechos. Y cuando las dictaduras recurrían a las bayonetas para imponer sus designios.

Más grave que en los viejos tiempos, sin embargo, es la ausencia de límites y normas que los recientes conflictos pusieron en evidencia. Fue, en palabras simples, una triste incapacidad de las partes para acordar y respetar reglas claras y valederas que hagan posible el diálogo democrático y constructivo. Una incapacidad que a estas alturas resulta difícil saber si es aparente o real. Los hechos mostraron funcionarios de alto rango, pero sin autoridad suficiente para aplicar las normas legales. Y a la par mostraron también dirigentes sindicales tenaces en su rol, pero sin liderazgo suficiente como para impedir el desborde de sus bases.

Si la imposibilidad de rayar la cancha, concertar y cumplir reglas fue real, el país está sin duda en una situación de crisis social preocupante. Sin mayores pretensiones de análisis, una crisis que es consecuencia natural de un largo proceso de sostener, desde lo alto de las jerarquías políticas, que la razón y el derecho están de parte de los movimientos sociales, por irracionales e ilegales que sean sus acciones.

Alentar la creencia de que la ley se puede acomodar, y de hecho se acomoda, a intereses coyunturales personales o de grupo, es cultivar la suposición de que se pueden desconocer, y de hecho se desconocen, las normas básicas de convivencia en comunidad. Actuar de espaldas a las leyes, porque los abogados se encargarán después de acomodar esas acciones a la norma, es fomentar la pérdida de institucionalidad. Es ir contra principios y valores que son fundamento ético y moral del sistema social.

En paralelo, esa creciente pérdida de institucionalidad da sustento a la suposición de que todo es válido y se puede conseguir mediante la presión, el bloqueo, la fuerza y la extorsión. A darle una apariencia de racionalidad a cualquier acción de fuerza, a título de ejercer derechos, por legítimos que sean, sin cumplir obligaciones legales, por justas que sean.

Si, por el contrario, son ciertas las dificultades para rayar la cancha, igual que el concertar y cumplir reglas del juego claras, el problema es también preocupante porque implicaría una crisis política severa.

Utilizar desde el Gobierno el conflicto social como cortina de humo en aras de objetivos políticos determinados, como el de eludir el debate abierto y franco sobre la reelección presidencial, por ejemplo, sería perverso. Igual de perverso que alentar desde la dirección sindical la protesta social para utilizarla como plataforma de lanzamiento político. Pero, sobre todo, serían estrategias de lucha política peligrosas, por sus consecuencias.

Peligrosas porque una creciente pérdida de institucionalidad, provocada de manera voluntaria o no, terminará alimentando conductas antisociales. Por ese camino, los mecanismos de ejercicio del poder serán insuficientes para controlar el accionar de grupos sociales alienados por consignas políticas. La ausencia de instituciones sólidas y normas claras, que impide a los grupos sociales lograr sus objetivos mediante el juego democrático, genera ingobernabilidad. La historia enseña que esas situaciones de anomia social, como la llaman los sociólogos, engendran regímenes de fuerza. Sobre todo cuando se supone a las bayonetas como el mejor soporte del poder político.

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