Hay la necesidad de ver y analizar que hacen bien y que no los paises vecinos y los no tan vecinos para orientar mejor nuestras políticas
- 07/03/2013
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Acaba de aparecer el informe oficial sobre el crecimiento del Brasil en 2012: fue 0,9%, es decir, ni siquiera el 1% previamente calculado por el Gobierno. Con este crecimiento, y la devaluación del real en un 30% durante el curso del año, Brasil ya no es más la sexta, sino la séptima economía más grande del mundo, y le devuelve a Gran Bretaña el peldaño que, con gran alharaca, le había arrebatado hace un año.
¿Por qué Brasil no está creciendo, cuando el resto de América Latina lo ha hecho? Porque Brasil no es comparable con las demás economías latinoamericanas, que están todas, incluyendo a la mexicana, abocadas a la exportación. Aunque Brasil es un importante exportador agropecuario, la mayor parte de sus empresas industriales y de servicios le venden al mercado interno, fuertemente protegido por uno de los estados más burocráticos (y con la burocracia mejor pagada) del mundo. Son empresas, todo hay que decirlo, que no podrían competir en igualdad de condiciones con sus similares de Asia y Europa del este, es decir que producen más caro que éstas, lo que encarece el nivel general de vida del país.
Por tanto, la clave del progreso brasileño no reside en los buenos precios internacionales de las materias primas, como ocurre con el resto de América Latina, ni en la capacidad de compra de Estados Unidos, como ocurre con México, sino en la fuerza del consumo interno, que en 2012 fue poca.
¿Por qué el consumo no aumentó en 2012? De hecho, el consumo interno tiene límites: una parte importante de éste se produce gracias al crédito, y el crédito no es infinito; luego de un tiempo de ser una fuerza pro consumo, se convierte en lo contrario, cuando los consumidores, obligados a devolver lo que deben, paran de comprar. Por eso ningún país puede basarse sólo en su mercado interno, sino que también necesita un sector exportador bien desarrollado. Es imperioso capturar, también, el ahorro externo.
Ahora bien, Brasil exporta soya, carne y bienes acabados, pero en los últimos años estas ventas perdieron competitividad por el alto precio del real, que, a su vez, se origina en la crisis mundial y la inmigración de billones de dólares a los mercados emergentes, así como al elevado costo de la energía (Bolivia tiene un papel aquí). De ahí que el Gobierno hubiera decidido devaluar, lo que mejoró un poco la situación de las exportaciones del país, pero en cambio desinfló el tamaño de la economía, expresado en dólares, para gran alegría de los británicos. La BBC publicó varias notas sobre el retorno del Reino Unido a la sexta posición y no dejó de citar con cierta socarronería a la presidenta Dilma Rousseff cuando, hace un año, vislumbró que Brasil pronto superaría también a Francia y se convertiría en la quinta economía mundial.
Según el Gobierno brasileño, el ajuste ya ha concluido y todo mejorará este año; sus previsiones de crecimiento están en el orden del 4%, la mitad de lo logrado antes de la crisis mundial, pero un buen resultado para una economía tan grande, tomando en cuenta, además, los problemas financieros por los que atraviesa su principal socio comercial, la Argentina.
En todo caso, como dice la oposición (aunque la culpa de esto no recae sólo sobre el Gobierno), los problemas estructurales del Brasil permanecerán. La economía no podrá despegar mientras no deje de estar basada en el tamaño (que, dicho sea de paso, ha aumentado incorporando con enérgicas políticas sociales a 40 millones de pobres, pero podría ser mucho mayor con más igualdad) y en la protección comercial; mientras no se vuelva más dinámica, más tecnológica y más diversificada. Para ello requiere una inversión de tipo chileno, chino o peruano, del 30 a 40% del PIB, en lugar del raquítico 15% actual. Inversión que no logra porque, justamente, no está abierta, porque favorece a los empresarios brasileños respecto a los extranjeros, a los grandes respecto a los medianos y chicos; porque es, en fin, una economía altamente dependiente de la política, obligada a alimentar a un estamento burocrático sofisticado pero insaciable.
Fernando Molina es periodista y escritor.
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